Empieza a atardecer, debo darme prisa antes de que se colapse la ciudad y las carreteras se hagan intransitables; hoy me dormí con un sueño tan reparador después de la comida que me ha hecho olvidar el reloj. Las noches, cuando se acerca este día, se me hacen últimamente de una pesadez extrema y no consigo conciliar el sueño, y ahora con el corazón retumbando en mi pecho, tengo que aligerar mi paso.
Salgo de casa casi corriendo, saludando con un escueto "hasta luego" a los vecinos que me encuentro a mi paso, y apresuradamente llego al coche, arranco, y en marcha mientras repaso mentalmente la mejor ruta para salir de la ciudad evitando atascos. Tengo aun un buen trecho por delante, y el tiempo apremia. Además hoy es viernes, y la mitad de los habitantes de esta gran urbe han decidido huir de ella como si en ello les fuese su existencia, alejarse de las moles de cemento, la suciedad y el ruido para llegar a otros lugares donde antes se respiraba paz y ahora, urbanizados hasta la saciedad, se encuentran con sus conciudadanos con la ilusión de haber dejado atrás un gran monstruo, sin la consciencia de estar creando pequeños monstruos que son solo oasis a imagen y semejanza de aquel, y donde hacen las mismas cosas que harían el la ciudad pero rodeados por un entorno más verde, "turismo rural" le llaman.
Circulamos despacio, últimamente han limitado la velocidad en las carreteras de salida y las han sembrado de radares, dicen que para reducir la contaminación y evitar accidentes, y los coches y camiones avanzan pesadamente, dándome la sensación de que el efecto perseguido es el contrario, pues las nubes de humo siguen llenando el aire, eso si, más lentamente.
Al fin la carretera se despeja, he dejado atrás las vías principales y ahora circulo por pequeños caminos por los que apenas me cruzo con algún vehículo, pistas que me acercan a los bosques que rodean la escarpada montaña hacia donde me dirijo, una vez más, con el pulso acelerado y esa opresión en el pecho que me hace recordar la primera vez que hice esta ruta. Ya ha anochecido, y por fin entro en el pequeño camino sin salida, de unos cien metros, y que acaba en un punto muerto, de hecho un aparcamiento donde los buscadores de setas dejarán sus coches temprano en la mañana para comenzar su cacería. Dejo el mío y me adentro en el bosque por una estrecha senda, apartando las ramas que me impiden el paso y que me golpean la cara, el cuerpo y los brazos; corro desesperado, mi corazón bombea deprisa, y mi respiración se acelera y se entrecorta en pequeños jadeos mientras voy subiendo la escarpada falda de la colina. Alcanzo al claro donde ya distingo mi destino, la luna ha empezado a salir, y aunque podría hacer el camino con los ojos vendados, su incipiente luz me ayuda a ver el perfil del bosque, las ramas de los árboles cuyos contornos crean caprichosas formas, y hasta puedo contemplar, recortada en el cielo, la silueta de alguna ave nocturna que ha salido de cacería.
Y por fin allí se alza esa roca desde la que, tantas veces, he contemplado el espectáculo nocturno, una inmensa masa arbórea que cubre como un mar la falda de la montaña y se alarga hasta lo lejos, donde las luces de la ciudad son como una colonia de pequeñas luciérnagas haciéndose la corte. De un salto subo al primer escalón de la roca, me agarro con las manos y trepo hasta su cumbre mientras el aire entra y sale de mis pulmones con impaciencia, y mi sangre fluye a rápidos borbotones por mis venas.
La luna ya muestra más de tres cuartas partes de su inmensidad en el horizonte, y me agazapo de cuclillas sujetándome las rodillas, impaciente, con la cabeza dándome vueltas, preguntándome si hoy por fin se producirá de nuevo la magia, mientras espero, espero... mi musculatura está tensa, mis manos agarrotadas aprietan mis piernas, mi cuerpo está rígido y tengo la sensación de que un pequeño golpe podría romperlo en mil pedazos; hasta que por fin, la última línea de su circunferencia completa el plenilunio, y caigo hacia delante, dejo el cuerpo escampado en la roca, con los brazos y las piernas abiertas un buen rato, y la cara llena de lágrimas que resbalan de mis ojos y ahogan mi pecho.
Me levanto lentamente y lanzo un grito, un grito que estalla en la tranquila noche y que parece despertar el bosque, un alarido desesperado...
Queman mi cara esas lágrimas de abatimiento, de nuevo la luz de la luna llena se me muestra allá arriba sin que nada ocurra, y entonces vienen a mi memoria los días en que subido en la roca, esa misma luz provocaba una transformación de todo mi ser, y ese grito era en cambio un aullido de felicidad, y convertido en un extraordinario ser saltaba desde lo alto del mirador, recorriendo el bosque con los sentidos agudizados por el hechizo.
Los olores de la noche llenaban mi olfato y reconocía todos sus matices, cada pequeño sonido era registrado en mi cerebro como una hermosa armonía, y me sentía lleno de una extraordinaria vitalidad; entonces las noches de plenilunio terminaban conmigo allí, estirado en la roca contemplando como el sol empezaba a despertar el bosque y a todos sus habitantes; y ya hombre me levantaba feliz, sabedor que aunque debía esperar una nueva luna llena, el milagro tendría de nuevo lugar y me inyectaría otra vez la savia necesaria para aguantar hasta su nueva aparición.
Recordaba los días previos al milagro, cuando la luna estaba en su fase de crecimiento y ya su luz invadía mi habitación, acompañando mi descanso, y cual infusión de valeriana, generaba un efecto sedante que hacía que a la mañana siguiente se reflejase en mi cara una estúpida mueca de alegría, una mueca que por otra parte, cuando la contemplaba reflejado en el espejo, me decía: "qué demonios, ¿y para que borrarla?, y así me acompañaba durante el resto del día.
Sin embargo, hacía ya unas lunas que había desaparecido el encanto, y ahora esa luz se me antojaba una amenaza, y mis ojos permanecían abiertos desobedeciendo a la naturaleza, que le enviaba mensajes a mi cerebro, apremiándome a que descansase o al día siguiente estaría hecho unos zorros y mis ojeras se arrastrarían por el piso, casi con vida propia.
Observaba los mismos objetos que antes, iluminados por la claridad que entraba en mi ventana, me daban la paz necesaria para mi descanso, y que ahora me desazonaban y conferían a la estancia un aire lúgubre y triste que me hacían revolverme en la cama, preso de espasmos nerviosos, lleno de incertidumbre y pesar, añorando ese don que la luna antes me otorgaba y que ahora, no sabía hasta cuando, me había retirado.
Y desvelado por estos pensamientos me levanto al fin con los primeros rayos del amanecer, dispuesto a esperar con impaciencia que la luna vuelva a completar su ciclo, pues es testaruda y de nuevo volverá a empapar el cielo con su luz completa, y yo de nuevo estaré preparado, volveré a salir de nuevo de casa, recorrer el camino hasta el mirador y esperar, pues nada podría desmoronar más mi ánimo que perder definitivamente mi esperanza de que jamás vuelva a transformarme, que dejase de creer en ello y perdiese la capacidad de soñar, de ilusionarme, de llegar a ese punto en renunciar a levantar un bello castillo de naipes únicamente por el hecho de saber que un simple soplido lo desplomaría y entonces, ¿por qué tomarme la molestia de construirlo? No, no estoy dispuesto a ello.
Regreso a la soledad de mi casa, mientras la luna palidece con la luz de nuevo día y aun se dibuja allá arriba, y mi cabeza recibe martillazos de dolor provocados por el insomnio. Y me consuelo con algo que es bien cierto, pues si ella tuvo a bien en su momento regalarme con esas sensaciones que dieron otra dimensión a mi vivir, doy por bueno el sufrimiento por su ausencia ya que de otra manera no los hubiese conocido, y quien sabe, quizás de nuevo vuelva a vivirlos con mayor intensidad.
Por ahora, toca entrar de nuevo en el mundo real, allá donde los sueños son sucedidos por el pragmatismo, y no hay más remedio que dejar que el día a día me invada con su monotonía, ¿hasta cuando?...