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El caos controlado de mi mesa de trabajo

NORGE

NORGE

Dejo que me desborde el paisaje, que se introduzca hasta lo más profundo de mis ojos esa sensación de colores y formas que rellenan todo mi ángulo visual con fantásticas perspectivas, que esa luz tenue, de un sol que nunca llega a mediodía por más que pasen las horas, y que apenas de manera imperceptible penetra en este silencioso bosque, despierte en mi otra manera de observar, y que en mi retina penetre un verde hasta ahora ignorado, unos tonos marrones y ocres que únicamente había podido intuir en fotos de viajeros que, antes que yo, han pretendido captar lo que yo ahora estoy experimentando, y aunque sin éxito, hicieron que intuyese que lo viviría.

Cierro entonces los ojos y escucho los sonidos, o tal vez debería decir la ausencia de ellos, quizás sea que vivir constantemente rodeado de ruidos artificiales ha disminuido mi capacidad de captar ese leve movimiento de las ramas al frotar entre si, o ese discurrir del riachuelo de agua que pasa bajo mis pies, ese pájaro que tímidamente llama a su pareja... me estiro, sigo con los ojos cerrados concentrándome en desconcentrarme, deseo dejar la mente en blanco y simplemente escuchar, escuchar como pasa el tiempo en calma.

Aspiro hondo el aroma del musgo enganchado en los troncos y cuya presencia ahoga el bosque, los líquenes, los helechos, las hojas de los abetos que han creado una blanda y gruesa  alfombra en el suelo, debajo la cual su descomposición regenera la vida de la vegetación, un cóctel de olores que penetran suavemente y que a pesar de mi desconocimiento absoluto en biología, quiero reconocer y asignar a cada elemento de los que me rodean su correspondiente perfume.

Palpo esa tierra humedecida, froto mis manos en los troncos de los árboles cubiertos de musgo, las paseo entre los helechos cuyas hojas me devuelven el mimo, y dejo que la suave brisa roce mi cara, intentando henchirla para captar aún más si es posible esa caricia del poco viento que se atreve a penetrar en este bosque.

Acomodados mis sentidos, y habiendo descartado por imposible poder captar, o guardar en algún tipo de soporte cada uno de estos nuevos descubrimientos, me estiro en el blando lecho que ofrece esta arboleda, con la mirada perdida hacia el pequeño trozo de cielo que se apunta entre los altos abetos, mecido por esa hamaca de sensaciones antes descritas. Y me adormezco, por fin, con la mente en blanco, ya no hay nada más importante que disfrutar de estos momentos, y aunque se que no podré, como digo, transportar todo esto más que en mi memoria, me consuela saber que con el recuerdo las viviré de nuevo.

Y escribo e intento describir estas sensaciones, usando la vista, el oído, olfato y tacto del pasado, e intentando interpretarlas con la consciencia del ahora. Mas el paso del tiempo hace mella, y a pesar de mi tozudez en querer que persista en el presente la misma magia de ayer, siempre será eso, un bello recuerdo al que siempre tendré el recurso de regresar, y al que sin dudar volveré, aportándole todo aquello que ya en este mismo instante en que tecleo en el ordenador he vivido, y se que al recrearlo a la vez lo iré matizando y enriqueciendo, y que al hacerlo algo nuevo surgirá, con una nueva perspectiva, un nuevo recuerdo en cada nuevo regreso.

Y te mostraré esas imágenes que intentaré sin éxito explicarte, pues no hay manera fiable de que conozcas lo que sentí en el momento en que el objetivo las captó, de hecho, ni siquiera yo mismo soy ya capaz de reconocerlas, así son los recuerdos, así es la memoria.

Σίσυφος

Σίσυφος

De nuevo un traspiés, otra china que se le introduce entre los dedos, colándose a través de las tiras de la sandalia, otra vez esas pequeñas molestias que hacen, si cabe, aún más desagradable el ascenso. Ya ni recuerda cuando había empezado todo, simplemente en su memoria mantiene el motivo que indujo el castigo: quiso ser inmortal, engañó y engrilletó a Tánatos, para que no se le llevase a él ni a ningún otro mortal, y su castigo fue la inmortalidad, una cruda eternidad que le obliga a remontar cada día la montaña, arrastrando la pesada piedra hasta su cima, y que tiempo ha desde que empezó, cae de nuevo en el punto en que la deposita en la cúspide, y así vuelta a empezar.

Pero la desesperación no inflama su ánimo, la crueldad de su castigo es la promesa de que si la piedra se mantiene en la cima será libre, aunque eso nunca sucede pues siempre cae rodando de nuevo montaña abajo, rompiendo su sueño y forzándole a emprender otra vez su camino, a esperar que sea la próxima escalada la última y que por fin sea libre, y así cada vez que sujeta de nuevo la roca y comienza su escalada, lo hace con la ilusión de librarse de esa espiral infinita.

 

Saludo a mis compañeros, es muy temprano, hay que preparar las cosas para recibir a nuestros clientes que en breve aparecerán, como cada día. El sueño aún hace mella en sus caras, y probablemente en la mía también, a pesar de nuestras sonrisas, de nuestros saludos de ánimo y de esas pequeñas bromas matinales, de ese café recién ingerido.

Pronto aparecerá la clientela, borbotones de personas que como si fuesen empujados en paletadas llegan a ráfagas, ocupando el mostrador y requiriendo nuestra atención.

Intento observar sus caras, sus expresiones, veo como cambian a lo largo del día, como pasan de reflejar el mismo sueño o el mismo cansancio matinal que nosotros a primera hora de la mañana, los que llegan más tarde lo hacen con expresiones ansiedad con la prisa atacándoles el ánimo, y noto como una cierta relajación se hace presente entre los que ya llegan hacia el mediodía, la urgencia es menor entonces, y se nota.

Y pasa el día como ayer, anteayer o el mes pasado, para de nuevo comenzar mañana, y como Sísifo con su roca, llega el respiro al final del día, el fin de semana o las vacaciones, qué más da la duración de ese respiro, pues de nuevo la piedra ha de rodar montaña abajo y habrá que arrastrarla de nuevo a la cima.

 

Y Sísifo, cegados los ojos, retiene la brisa en su cara, huele el aroma de las plantas que crecen a lo largo de la ladera, al margen de su eterno camino, siente el calor del sol en su cuerpo, o la fría lluvia en su rostro de la cual da sorbos que le apagan su sed y le recuerdan el frescor del agua que sus criados le servían y que tanto le refrescaba en los calurosos días estivales, se regocija con sus sentidos y sus recuerdos, los dioses a pesar de su castigo no han sido capaces de quitarle el placer de saborear esas pequeñas cosas, ni de trasladarse allá donde quiera con su imaginación.

 

Aprovecho durante la jornada cada pequeño instante que puedo, bromeo con mis compañeros, o mantengo alguna breve conversación, intento que la ascensión sea lo más leve posible, se que cuando acaba el día habré llegado al espejismo de una cumbre que me empujará de nuevo hacia abajo, y como siempre me obligará a recomenzar la escalada, no importa, este castigo no me quitará el placer por un buen libro, una película, una interesante conversación, un beso o una caricia, o por las miles de cosas que a mi alrededor se confabulan para hacerlo más leve e incluso, ¿por qué no?, más placentero.

 

En su ascensión, Sísifo escucha cada día el aleteo y el grito de una gran águila, volando montaña abajo en busca de su alimento. Y aunque sus ojos no se lo permiten, sabe que allá a lo lejos, en el valle, el ave encuentra su alimento día tras día en un Prometeo abierto en canal, al que picotea y come su hígado, hay castigos mucho peores, piensa...

 

Hoy es domingo, mañana más...

 

 

 

ESPAÑOLÍSIMO

ESPAÑOLÍSIMO

Una de las raras ocasiones en las que acostumbro a mirar la televisión, sucede que a veces me regala con estupendas perlas que suelo recoger e incorporar a mi memoria, para mi recreación, simplemente para compartirlas en una tertulia, o como es el caso, para que me sirvan de excusa para postear de nuevo algo en mi desamparado blog (os doy las gracias a los que, a pesar de todo, aun tenéis paciencia de ir entrando por aquí por ver si la pereza me ha abandonado y me he decidido por fin a colgar otra de mis divagaciones).

Decía que a veces la televisión me regala perlas, como la entrevista que le hicieron en un programa de la cadena catalana TV3 al actor Angel Pavlosky, un fantástico personaje, actor de cabaret que presentaba el estreno que tendría lugar en unos días de la obra musical "Historia de un soldat" (Historia de un soldado), un adaptación de la obra creada por C.F. Ramuz y musicada por Igor Stravinsky, obra cuyo estreno en el festival Grec de Barcelona, por lo visto, ha desatado ciertas polémicas, como no puede ser de otra manera, entre los que han disfrutado de ella, y a los que en absoluto les ha agradado.

Pero bueno, no es lugar este de crítica teatral ni lo pretendo, pues por desgracia para mi, mis salidas al teatro son más bien escasas. Simplemente hubo un momento en la entrevista, estos días que tan imbuidos estamos por el fútbol que ha penetrado en nuestros hogares, y parece que se ha convertido en lo único noticiable, en el que le preguntaron al actor si le gustaba el fútbol, a lo que el contestó afirmativamente, y entonces la siguiente pregunta era casi necesaria: teniendo en cuenta que sus padres eran rusos, pero nació en Argentina, y reside desde 1974 en España, ¿quien prefería que ganase en el partido España-Rusia que se iba a jugar esa misma noche?...

La respuesta, la que debería ser la respuesta de cualquier buen aficionado a éste u otro deporte, fue a mi entender sublime por lo simple, o por lo obvio: "quien juegue mejor" y matizó "quien juegue mejor y quien mejor espectáculo de, ya que soy un hombre de espectáculo, y entiendo el deporte como tal".

Chapeau!

Y han pasado unos días desde esta entrevista, y ganó la selección española la semifinal, la final... y ya es el equipo campeón de Europa, y debo decir en honor a las palabras de Angel, que además lo han hecho dando un buen espectáculo. Y yo que no soy en absoluto aficionado al fútbol, que de vez en cuando  me dejo embobar frente al televisor, y si veo que el partido realmente lo vale, que se ofrece un buen y entretenido pasatiempo, y siempre y cuando no tenga mejores planes, me permito verlo y disfrutar de el, confieso que ésta vez me deleité de un buen espectáculo. Punto.

Y me reafirmo en ese Punto, me sobra el resto, esa exaltación del españolismo que ha desatado esa victoria, esa catarsis en la que se sume este estado, donde parece que ahora mismo no haya más noticias que ésta, donde ser español, más que el hecho de haber nacido en este territorio, de acatar su constitución y sus leyes, suponga un acto de fe, donde uno debe mostrar su alegría y su orgullo por el hecho que unos profesionales (muy bien pagados además) hayan hecho impecablemente un trabajo para el cual les remuneramos convenientemente.

Parece que resurgen viejos fantasmas del pasado, banderas en las que ondea el águila imperial, un escudo preconstitucional y referente de los nostálgicos de la dictadura franquista, negros astados que, si tenemos que hacer caso de la iconografía, supuestamente representan lo español, el pretendido renacer de un espíritu que nos quiere llevar a considerarnos lo mejor del mundo mundial. Y todo por un balón de más o de menos que entra en una portería...

 

Y ayer domingo, justamente mientras regresaba de una corta visita de fin de semana en mi pueblo, donde ya el sábado pude comprobar como se caldeaba ese espíritu ultraespañol, con el insulto a los que reivindican lo que consideran un derecho de las diferentes nacionalidades que componen este, nuestro estado, a tener su propia selección, y aunque de hecho a mi me la trae al pairo, pues siempre he considerado que los clubs y las federaciones futbolísticas son entidades privadas, por lo que debe ser entre ellas y sin la intervención de los gobiernos la manera en que deben arreglar ese tema, me queda el pesar de que, visto lo visto, los símbolos siguen estando ahí, arrastrando como una pesada losa los sentimientos de la sociedad para empujarla allá donde una conveniente manipulación política la quiera llevar.

Conducía de vuelta a casa por esas tierras, recordando las palabras que oí el día anterior, y me dejé llevar por la aspereza de los rudos paisajes salpicados de pequeñas colinas, y me dio por pensar en cómo debió transcurrir el vergonzoso episodio de nuestra guerra civil en esos lugares, imaginaba las posiciones de los soldados de uno y otro bando, unos milicianos en una colina defendiendo un gobierno votado democráticamente, y en la colina opuesta los reclutas de un ejercito levantado en armas contra la legalidad, ganando terreno a costa de muertos de uno u otro bando, peleando por cada palmo de de esa árida tierra, defendiendo caminos que ahora son anchas carreteras por las que yo ahora circulaba a buena velocidad y que seguramente en aquellos años eran caminos polvorientos apenas utilizados por labriegos y algún que otro coche de terrateniente.

Y hoy, tras la resaca de la final del campeonato y la victoria de la selección española, salvando las distancias, parece vivirse la misma euforia que levantaba Franco entre sus acólitos en la plaza de Oriente...

 

¡Viva España y olé!

 

LICANTROPIA

Empieza a atardecer, debo darme prisa antes de que se colapse la ciudad y las carreteras se hagan intransitables; hoy me dormí con un sueño tan reparador después de la comida que me ha hecho olvidar el reloj. Las noches, cuando se acerca este día, se me hacen últimamente de una pesadez extrema y no consigo conciliar el sueño, y ahora con el corazón retumbando en mi pecho, tengo que aligerar mi paso.

Salgo de casa casi corriendo, saludando con un escueto "hasta luego" a los vecinos que me encuentro a mi paso, y apresuradamente llego al coche, arranco, y en marcha mientras repaso mentalmente la mejor ruta para salir de la ciudad evitando atascos. Tengo aun un buen trecho por delante, y el tiempo apremia. Además hoy es viernes, y la mitad de los habitantes de esta gran urbe han decidido huir de ella como si en ello les fuese su existencia, alejarse de las moles de cemento, la suciedad y el ruido para llegar a otros lugares donde antes se respiraba paz y ahora, urbanizados hasta la saciedad, se encuentran con sus conciudadanos con la ilusión de haber dejado atrás un gran monstruo, sin la consciencia de estar creando pequeños monstruos que son solo oasis a imagen y semejanza de aquel, y donde hacen las mismas cosas que harían el la ciudad pero rodeados por un entorno más verde, "turismo rural" le llaman.

Circulamos despacio, últimamente han limitado la velocidad en las carreteras de salida y las han sembrado de radares, dicen que para reducir la contaminación y evitar accidentes, y los coches y camiones avanzan pesadamente, dándome la sensación de que el efecto perseguido es el contrario, pues las nubes de humo siguen llenando el aire, eso si, más lentamente.

Al fin la carretera se despeja, he dejado atrás las vías principales y ahora circulo por pequeños caminos por los que apenas me cruzo con algún vehículo, pistas que me acercan a los bosques que rodean la escarpada montaña hacia donde me dirijo, una vez más, con el pulso acelerado y esa opresión en el pecho que me hace recordar la primera vez que hice esta ruta. Ya ha anochecido, y por fin entro en el pequeño camino sin salida, de unos cien metros, y que acaba en un punto muerto, de hecho un aparcamiento donde los buscadores de setas dejarán sus coches temprano en la mañana para comenzar su cacería. Dejo el mío y me adentro en el bosque por una estrecha senda, apartando las ramas que me impiden el paso y que me golpean la cara, el cuerpo y los brazos; corro desesperado, mi corazón bombea deprisa, y mi respiración se acelera y se entrecorta en pequeños jadeos mientras voy subiendo la escarpada falda de la colina. Alcanzo al claro donde ya distingo mi destino, la luna ha empezado a salir, y aunque podría hacer el camino con los ojos vendados, su incipiente luz me ayuda a ver el perfil del bosque, las ramas de los árboles cuyos contornos crean caprichosas formas, y hasta puedo contemplar, recortada en el cielo, la silueta de alguna ave nocturna que ha salido de cacería.

Y por fin allí se alza esa roca desde la que, tantas veces, he contemplado el espectáculo nocturno, una inmensa masa arbórea que cubre como un mar la falda de la montaña y se alarga hasta lo lejos, donde las luces de la ciudad son como una colonia de pequeñas luciérnagas haciéndose la corte. De un salto subo al primer escalón de la roca, me agarro con las manos y trepo hasta su cumbre mientras el aire entra y sale de mis pulmones con impaciencia, y mi sangre fluye a rápidos borbotones por mis venas.

La luna ya muestra más de tres cuartas partes de su inmensidad en el horizonte, y me agazapo de cuclillas sujetándome las rodillas, impaciente, con la cabeza dándome vueltas, preguntándome si hoy por fin se producirá de nuevo la magia, mientras espero, espero... mi musculatura está tensa, mis manos agarrotadas aprietan mis piernas, mi cuerpo está rígido y tengo la sensación de que un pequeño golpe podría romperlo en mil pedazos; hasta que por fin, la última línea de su circunferencia completa el plenilunio, y caigo hacia delante, dejo el cuerpo escampado en la roca, con los brazos y las piernas abiertas un buen rato, y la cara llena de lágrimas que resbalan de mis ojos y ahogan mi pecho.

Me levanto lentamente y lanzo un grito, un grito que estalla en la tranquila noche y que parece despertar el bosque, un alarido desesperado...

Queman mi cara esas lágrimas de abatimiento, de nuevo la luz de la luna llena se me muestra allá arriba sin que nada ocurra, y entonces vienen a mi memoria los días en que subido en la roca, esa misma luz provocaba una transformación de todo mi ser, y ese grito era en cambio un aullido de felicidad, y convertido en un extraordinario ser saltaba desde lo alto del mirador, recorriendo el bosque con los sentidos agudizados por el hechizo.

Los olores de la noche llenaban mi olfato y reconocía todos sus matices, cada pequeño sonido era registrado en mi cerebro como una hermosa armonía, y me sentía lleno de una extraordinaria vitalidad; entonces las noches de plenilunio terminaban conmigo allí, estirado en la roca contemplando como el sol empezaba a despertar el bosque y a todos sus habitantes; y ya hombre me levantaba feliz, sabedor que aunque debía esperar una nueva luna llena, el milagro tendría de nuevo lugar y me inyectaría otra vez la savia necesaria para aguantar hasta su nueva aparición.

Recordaba los días previos al milagro, cuando la luna estaba en su fase de crecimiento y ya su luz invadía mi habitación, acompañando mi descanso, y cual infusión de valeriana, generaba un efecto sedante que hacía que a la mañana siguiente se reflejase en mi cara una estúpida mueca de alegría, una mueca que por otra parte, cuando la contemplaba reflejado en el espejo, me decía: "qué demonios, ¿y para que borrarla?, y así me acompañaba durante el resto del día.

Sin embargo, hacía ya unas lunas que había desaparecido el encanto, y ahora esa luz se me antojaba una amenaza, y mis ojos permanecían abiertos desobedeciendo a la naturaleza, que le enviaba mensajes a mi cerebro, apremiándome a que descansase o al día siguiente estaría hecho unos zorros y mis ojeras se arrastrarían por el piso, casi con vida propia.

Observaba los mismos objetos que antes, iluminados por la claridad que entraba en mi ventana, me daban la paz necesaria para mi descanso, y que ahora me desazonaban y conferían a la estancia un aire lúgubre y triste que me hacían revolverme en la cama, preso de espasmos nerviosos, lleno de incertidumbre y pesar, añorando ese don que la luna antes me otorgaba  y que ahora, no sabía hasta cuando, me había retirado.

Y desvelado por estos pensamientos me levanto al fin con los primeros rayos del amanecer, dispuesto a esperar con impaciencia que la luna vuelva a completar su ciclo, pues es testaruda y de nuevo volverá a empapar el cielo con su luz completa, y yo de nuevo estaré preparado, volveré a salir de nuevo de casa, recorrer el camino hasta el mirador y esperar, pues nada podría desmoronar más mi ánimo que perder definitivamente mi esperanza de que jamás vuelva a transformarme, que dejase de creer en ello y perdiese la capacidad de soñar, de ilusionarme, de llegar a ese punto en  renunciar a levantar un bello castillo de naipes únicamente por el hecho de saber que un simple soplido lo desplomaría y entonces, ¿por qué tomarme la molestia de construirlo?  No, no estoy dispuesto a ello.

Regreso a la soledad de mi casa, mientras la luna palidece con la luz de nuevo día y aun se dibuja allá arriba, y mi cabeza recibe martillazos de dolor provocados por el insomnio. Y me consuelo con algo que es bien cierto, pues si ella tuvo a bien en su momento regalarme con esas sensaciones que dieron otra dimensión a mi vivir, doy por bueno el sufrimiento por su ausencia ya que de otra manera no los hubiese conocido, y quien sabe, quizás de nuevo vuelva a vivirlos con mayor intensidad.

Por ahora, toca entrar de nuevo en el mundo real, allá donde los sueños son sucedidos por el pragmatismo, y no hay más remedio que dejar que el día a día me invada con su monotonía, ¿hasta cuando?...

 



Kenya

De nuevo aparecen en mi televisor esas imágenes repetidas mil veces, esta vez en Kenya, de nuevo la crueldad de hombres enfrentados a hombres, asesinatos masivos y matanzas por motivos absurdos y estúpidos, y que parecen querernos mostrar una Africa salvaje, indigna de gobernarse a si misma, de tener una cierta paz que le permita aprovechar sus recursos y vivir con una cierta prosperidad. Es el cóctel perfecto para que nuestro ego se infle y consideremos, aún más si cabe, que en nuestra Europa occidental hemos desarrollado una superioridad que nos eleva por encima de esos países aun en “estado salvaje”. Y contemplamos, cómodamente sentados, quizás tras haber ingerido un plato que ha saciado sobradamente nuestro apetito, apetito y no hambre, pues a tal punto ha llegado nuestro nivel, que esa palabra parece haber sido desterrada de nuestro vocabulario, afortunadamente.

Y viendo como ese odio irracional entre etnias genera esas crueles masacres, recuerdo una reciente lectura que creo muy recomendable. Se trata del libro de Amin Maalouf: Las identidades que matan. Por una mundialización que respete la diversidad. En él, el autor nos muestra cómo nuestra identidad se compone de una multiplicidad de identidades diversas, como pertenecemos a una infinidad de grupos que nos unen a una multiplicidad de personas muy diversas, y de qué manera acabamos siendo tan dúctiles, o tan sumamente ingenuos, que adoptamos de manera habitual una ínfima parte de nuestras diferentes pertenencias con las que nos identificamos, de tal forma, que en lugar de servirnos de puntos de unión, nos ayudan en cambio a separarnos aún más de quienes nos rodean.

En su particular “examen de identidad”, Maalouf nos muestra, en su persona, cómo comparte muchos más puntos en común con quien a priori, y si nos dejamos guiar por ese sentido maniqueo que separa las personas entre amigos o enemigos deberían ser sus contrarios, que con los que podríamos considerar sus aliados. El punto de partida es simple, y válido para cualquiera que desee darse cuenta de qué manera estamos engañados cuando anteponemos una muy pequeña parte de nuestra identidad y ello nos enfrenta con otras personas. Así, uno empieza a hacer ese ejercicio: Soy hombre, lo que me identificaría con la mitad de la población mundial, pertenezco, por nacimiento, a una sociedad basada en una moral judeocristiana, otra parte de mi que me haría pertenecer a más de la mitad de la población mundial. He nacido en Catalunya, y como una gran parte de los habitantes de esta comunidad, soy hijo de emigrantes, clase media… etc.

Así, vamos encontrando y acumulando pertenencias, vamos ampliando, o reduciendo aquellas identidades a las que pertenecemos, y con las que nos podemos sentir más o menos cómodos, más o menos reflejados, pero que en definitiva nos conforman tal cual somos.

Entonces, ¿dónde está el problema? ¿Por qué esa tendencia a adoptar una parte tan pequeña de nuestras pertenencias y hacer bandera de ellas, considerar al “otro” como enemigo cuando resulta que compartimos muchas más cosas en común que las que nos separan?

Únicamente se me ocurre pensar en la ingenuidad, a la que se une la manipulación que, por intereses espurios, por bajezas morales de líderes que así buscan y encuentran el poder, con la división de las personas pues divididos somos menos fuertes. Y divididos, ellos sacan tajada.

Y con estas reflexiones retomo las impactantes imágenes de los heridos y los muertos en esas masacres, y entonces pienso que somos nosotros, desde nuestro sillón, desde nuestra casa y nuestra abundancia, los responsables indirectos de que se produzcan. Nuestra riqueza es su pobreza, nos apropiamos de sus recursos naturales, su enfrentamiento es su debilidad, y así nos es más fácil disponer de ellos con un menor coste.

Y de nuevo somos nosotros y ellos, realidades que esos intereses que siempre han movido los hilos del poder, pretenden mantener separadas y sin posibilidad de unión.

Y nuestra conciencia se calma con las pequeñas limosnas que les hacemos llegar.

Qué gran cinismo…

CRONICAS DE UN PUEBLO II

CRONICAS DE UN PUEBLO II

 Siempre llevo conmigo una pequeña libreta, donde si tengo tiempo y ganas, y se conjugan además de estas dos coincidencias el tener algo que anotar, rasgo el papel con ideas con las que, tras un proceso de alquimia lingüística, a veces traslado los garabatos al procesador de texto, y entonces, si me parece apropiado lo cuelgo por aquí. Suele ocurrir que estas anotaciones quedan encerradas entre las páginas del pequeño bloc, a la espera que se me ocurra abrirlas, echarles una ojeada y con mucha frecuencia pensar en lo absurdo que hay escrito, en que si por alguna casualidad lo perdiese, si alguien lo encontrase y tuviese la extraordinaria paciencia de descifrar mi letra (cosa difícil pues a veces incluso a mi me cuesta), seguramente pasaría un buen rato riéndose a mi costa.

Y allí, en el fondo del macuto, escondida, estaba la libreta, casi desde el final del verano, como amante olvidada, sin que le hiciese el menor caso, esperando a estar de nuevo entre mis manos, a ser contemplada, y acariciada por mis dedos, esperado no sentirse un inútil peso para mis hombros, sino una fiel compañera; hasta que al fin la abrí, y repasé los últimos garabatos, recordando el pasado verano, pequeños episodios de mis días de vacaciones, y más concretamente de el día de mi llegada al pueblo, ese día que condensa la alegría de reencontrarse al cabo de unos meses sin vernos, y la cantidad de cosas que teníamos por hablar, las risas que durante el resto de los días nos quedaban por echa. Ese día...

Recuperé como pude el aliento perdido durante la subida por las empinadas cuestas, apoyándome de vez en cuando, ahora en la pared de un lado de la estrecha calle, ahora en la pared del lado opuesto. Para cualquiera que me hubiese podido observar debía presentar un aspecto patético, pero por fortuna, las horas de la madrugada en que se producía la escalada hacia mi casa, situada en uno de los puntos más elevados del pueblo, no se prestaban a las miradas curiosas, pero aunque así hubiese ocurrido, la verdad es que en el estado en que me encontraba, me hubiera sido del todo indiferente.

Una tarde compartiendo copas y conversaciones con los amigos, más copas y más conversaciones y más copas..., hasta que ya de madrugada las conversaciones se hicieron espesas, ininteligibles, y solo las copas seguían allí manteniendo una cierta coherencia señalando el tiempo en forma de vasos desordenados y medio vacíos sobre la mesa.

Es el momento en el que ya se decide dar por concluida la noche, retirarse cada uno a su casa, y los anfitriones a su cama, y mañana más... Y así hacía yo camino a la mía, dando tumbos, y muy a pesar del ron, aun con la mente bullendo de ideas y cavilando en lo absurdo de la situación, pues debería haber estado ausente, con la cabeza flotando en los vapores etílicos, y en cambio me parecía estar más lúcido que en otras ocasiones, pensaba en que era plenamente consciente de mi estado, en que en ese momento no había nada mejor que estar borracho con la consciencia de estar en un estado perfecto, con una extraordinaria a la vez que extraña claridad, que mantenía mi cerebro despierto.

Todo detalle durante el camino lo contemplaba, a pesar de la oscuridad de la noche con un detalle que en estado ebrio jamás había apreciado, los desconchones en esa fachada que el desgaste va ajando sin que se ponga remedio, mientras que a su lado la otra presenta un aspecto cuidado, esa puerta con la cerradura antigua, que me daba por pensar en el tamaño de la llave, y en lo incómodo de llevarla en el bolsillo, esos cables de la luz, laberínticos, afeando las fachadas, la cruz de los caídos, o la placa en la puerta de la iglesia, vergüenzas que aun siguen pretendiendo señalar que hubieron muertos por un Dios del que niego su existencia o por una España a la que me es imposible querer, y que después de tantos años ahí están, dando ese absurdo y cruel testimonio.

Así que, ya jadeando, llegué a la pequeña placeta detrás de mi casa, entre el embotamiento producto del alcohol ingerido y ese estado de ebullición mental. Y pensando que debía anotarlo, sacar libreta y bolígrafo y escribirlo o por la mañana ya sería tarde, y nada de lo que entonces tenía en la cabeza sería recordado.

Así que, como decía, cuando por fin me decidí a desenterrar mis notas me encontré con garabatos sin sentido, indescifrables. Pero algo permaneció y se mantuvo en mi memoria, y el recuerdo de aquella noche me llevó a verme allí, en esa placeta, sentado luchando por mantener firme el bolígrafo y quieta la libreta para poder escribir algunas palabras, pero sin conseguirlo.

Definitivamente, el alcohol si que hizo efecto...







CRONICAS DE UN PUEBLO

CRONICAS DE UN PUEBLO

Supongo que entre otra de las muchas cosas que hacen que uno empiece a ser consciente del paso del tiempo, una es empezar a contemplar con una cierta, digamos que simpatía, ciertos episodios del pasado.

En estas divagaciones estaba mientras al volante de mi coche me dirigía a pasar mis vacaciones a un pequeño pueblo del interior de Teruel, y me vino a la memoria un serial de lA televisión de mi infancia, Crónicas de un pueblo, un folletín que pretendía reflejar la vida diaria de una España afortunadamente superada, con toda su imaginería de la época de la postguerra, con los poderes visibles e incuestionables de entonces: el alcalde, el maestro, el cura, y todos los tópicos personajes que componían esa comunidad, con ese tufillo fascistoide que pretendía adoctrinar a toda una generación en unos valores que por suerte han quedado más que superados, o reducidos a una minoría fanática. Afortunadamente no lo consiguieron; y sin embargo, tal como dije antes me viene a la memoria con cierta simpatía esa etapa, en la que cuando sonaba la pegadiza tonadilla de esa serie nos reuníamos toda la familia frente al televisor Inter en blanco y negro a contemplar como discurría la vida de ese pueblo perdido vete a saber dónde, y reíamos las gracias que allí sucedían.

Y en eso estaba sin separar los ojos de la carretera, pero dándole vueltas a esos pensamientos mientras me acercaba a mi destino.

El pueblo... En un ritual que cada año me lleva a pasar unos días de mis vacaciones para reencontrarme con los escenarios donde transcurrió una parte de mi infancia veraniega, cuando llegado el mes de julio desembarcábamos en sus calles y nos sentíamos más libres que nunca, ver de nuevo a los viejos amigos que compartieron en esos años los días de despreocupaciones y correrías, y contemplar como son ahora mis hijos los que se adueñan de estas calles, las llenan de vida durante una breve temporada y le otorgan ese aliento que, sin lugar a duda, hace muchos años debió respirarse en este lugar no sólo durante el periodo veraniego,  mucho antes de las innumerables crisis que provocaron el abandono masivo de las zonas rurales.

Las casas se apiñan descolgándose de la loma y desde la parte más elevada se presenta, rudo y árido, el paisaje de esta zona de Aragón, secos terruños donde solo los olivos y los campos de trigo parecen querer presentar batalla al adverso clima, de tórrido sol veraniego y gélidos inviernos, campos ahora trabajados solo por unos pocos, aquellos que pudieron y quisieron plantar cara y continuar con su cultivo. Y allá abajo un pequeño río que surca la vega alimentando los pequeños huertos donde algunos mayores se empecinan, por puro placer de matar el tiempo libre, en arrancar de la tierra un puñado de productos para consumo propio, y no por necesidad, sino por el goce de contemplar como, a pesar de todo, aun es posible conseguir de esos pedazos de tierra a base de cuidarlos con mimo, y obtener deliciosas verduras y hortalizas que enriquezcan la mesa.

Allí se alza, anclado en el tiempo, permitiendo pasearme por sus calles,  y contemplar como, año tras año, aparecen nuevas casas desvencijadas, abandonadas ya hace mucho a su suerte por algunos de sus propietarios que han dejado que el paso de los años vaya acabando con ellas sin que nadie ponga remedio, mientras que otras aun se mantienen gracias a los pocos habitantes que aun resisten el envite y se aferran a mantenerse en este lugar, a vivir donde nacieron y donde ha transcurrido toda su vida plantando cara a la tentación de marchar a otros lugares donde ésta puede ser más cómoda, arreglan sus casas, las reforman y las acercan a parecerse cada vez más a los hogares de la ciudad, y a los que nos dejamos caer por allí unos cuantos días al año e intentamos disponer en esa temporada del máximo de confort posible en nuestras casas "del pueblo".

Y año tras año de repite ese desembarco de los que retornamos al lugar donde nuestros padres o abuelos nacieron, crecieron, y de donde finalmente marcharon empujados por la misma fuerza que hace que sean ahora los hombres y mujeres de otras latitudes, menos afortunados que nosotros, los que dejen esa tierra que les vio nacer en busca de una vida mejor, una mejora en su vida que ahora incluso encuentran en estos lugares que antes abandonaron nuestros mayores, y son los que de nuevo empiezan a infundirle a este pueblo un pequeño soplo de vitalidad, bienvenidos sean.

Es solo un pedazo de tierra donde en algún momento de la historia algunos consideraron que era un buen lugar para establecerse, construir sus casas y refugiarse de las inclemencias del clima, y a su vez un apropiado entorno donde disponer de los recursos necesarios para subsistir, es solo eso, un espacio físico, pero a la vez son sentimientos, y cuando llego allí lo contemplo como una parte de mi que aun no ha querido abandonarmr, un pedazo de mi memoria que me hace querer a ese pequeño pueblo.

Supongo que en definitiva soy solo un sentimental que ama todo aquello y a todo aquel que ha calado hondo en mí, aportándome recuerdos de aquellos que, aun a pesar de que analizados en perspectiva puedan parecer incluso repudiables, me producen una agradable sensación al evocarlos.

Ahí están pues esos recuerdos, y ahí los dejaré para que de vez en cuando me asalten, y sentado con mis viejos amigos, los comentemos y hagamos unas risas, ¿por qué no?

 

 



ASTENIA ESTIVAL

Hace un tiempo decidí dejar mi pudor enterrado bajo cientos de metros de osadía, y aunque no se bien de qué manera, decidí que aquello que siempre hice solo para mi, debía compartirlo con algunas de las personas con las que tenía más confianza. Quizás se añadió a ese voyeurismo que siempre supone leer escritos ajenos, un cierto exhibicionismo por mi parte, no lo se, pero el caso es que de repente me encontré mostrando algunas de las cosas que había escrito -pequeñas tonterías que sigo considerando de una calidad más que dudosa- cada vez a más personas.

Solo era una cuestión de tiempo, de ahí a empezar a plantearme crear un cuaderno donde escribir todo aquello que me pasase por la cabeza, y mostrarlo a quien quisiese perder el tiempo en leerlo era un simple paso, que me supuso más problemas técnicos que de vergüenza, pues nunca he sido precisamente un especialista en el tema del diseño de espacios web.

Y así surgió por fin este caos controlado, el cual he intentado cuidar todo lo bien que he sabido, o podido, con más o menos tino, y en un sinfín de veces con la sorpresa de comprobar que hay alguien más ahí afuera y que además al parecer hasta lo leen...

Pero con el calor llegó la apatía, lo siento, el verano produce en mi un cierto decaimiento, esa astenia que consigue que, a pesar de estar una buena parte del tiempo con infinitas palabras rondando en mi cabeza, conjugando frases y más frases y encadenando mentalmente aquello que querría escribir, una vez sentado cara a cara con el PC no sea capaz de hacer nada más que poner en marcha uno de sus juegos y distraerme viendo caer las cartas mientras completo un solitario, o más recientemente emparejando fichas en el Majong, dejando pasar el tiempo sin más. Son juegos que me producen un estado de sedación magnífico, me provocan un cierto autismo a la vez que consiguen que el paso del tiempo se haga más liviano.

Y después cuando entro en la cama o cuando voy al volante del coche, o mientras cocino, o en los momentos más inoportunos, mi cabeza vuelve a generar nuevas ideas, nuevos argumentos de historias que, pienso, en algún momento trasladaré al ordenador, mientras me maldigo por mi desidia, o por mi mala memoria, y espero ver ese momento en que algún científico sea capaz de crear un dispositivo "bluetooth" que una el cerebro con el ordenador personal, de tal manera que me evite ese malestar que supone encontrarme delante de la hoja en blanco del procesador de textos mientras soy incapaz de escribir una sola letra de todo lo que antes estuve confabulando en mi cerebro.

Pero bueno, el verano se acaba, y a alguno de vosotros os debo el empezar de nuevo el curso, y empezar de nuevo a actualizar esto, aun no se a qué ritmo, nunca fui amante de los compromisos de este tipo, pero espero que no me fallen las energías y poder haceros partícipes de mis cosas, no solo por aquellos de vosotros que sois capaces de perder el tiempo leyéndolas, sino también por mi, porque en realidad me gusta escribir aunque la pereza en demasiadas ocasiones llama a mi puerta.

Gracias a tod@s los que me pegais la bronca insistiéndome en que actualice el blog, aquí teneis un pequeño anticipo.

¡Un beso!

 



EL MAR

EL MAR

Cierra los ojos y apenas nota diferencia, hoy la luna se ha emperrado en no presentarse y es una capa infinita de estrellas la que cubre el cielo e ilumina con una tenue luz la cubierta del pequeño velero, y allí yace estirado en mitad de la noche, en medio de ese gran mar que lo atrapa todo, y envuelto en la soledad del navegante, escuchando los únicos sonidos que llegan a sus oídos: el lento batir de las olas contra el casco de la nave y el crujir de los maderos de ésta, mientras una apenas perceptible brisa le refresca levemente la cara, y el barco se mece con suavidad sobre ese mar tan calmo.

Son ya varios los días que el aire se muestra desganado, sin fuerza, y apenas atina a inflar ligeramente el velamen, y así la nave parece pintada como en un lienzo, un pequeño punto blanco en mitad del azul que cambia con el avance de la luz del sol; el timón suelto y esperando que sea el mar quien decida, que sean sus caprichosas corrientes quienes le arrastren allá donde mejor le parezca.

En realidad jamás trazó un rumbo, si que estaban esas islas que deseaba tanto visitar antes de partir, pero la carta de navegación fue variando con el mismo capricho que ahora, a medida que surcaba las aguas y se iba encontrando con espectáculos que atraían su atención, tierras que le aportaban desconocidos y sabrosos alimentos, paisajes espectaculares y un agua tan fresca que saciaba su sed durante semanas.

De esta forma, eran el viento y las mareas las que ejercían de guías y marcaban su destino, se apropiaron de él y gobernaron la nave, mientras le aportaban desde las más intensas alegrías hasta la más absoluta desesperación, haciendo que unas veces sintiese la necesidad de danzar en cubierta demostrando su felicidad, y en otras ocasiones desease saltar por la borda, para perderse en la inmensidad del agua que le rodeaba.

Se acomodó así a esa rutina, a dejar el timón a su albedrío y no esperar sino que la nave avanzase, ora empujado por fuertes vientos que le proporcionaban una vertiginosa velocidad, ora por las volubles corrientes que la trasladaban azarosamente.

Y allí se encontraba ahora, estancado en la mitad de la nada, con la incertidumbre de si esa calma iba a ser muy duradera o por el contrario, cambiaría en un instante y de nuevo sentiría esa dulce sensación de cerrar los ojos plantado en la proa y notaría otra vez el aire golpeando la cara a su avance, percibiendo como el mundo se mueve y él lo va dejando atrás, siempre con la seguridad que con un simple golpe de mano en el timón podría cambiar el rumbo y trasladarle allá donde decidiese.

Allí estirado en la penumbra, aguijoneadas sus pupilas por las titilantes estrellas, meditaba sobre si debía tomar de nuevo el mando y decidirse, por fin, a arrancar el motor auxiliar y escaparse de la calma chicha que le atrapaba o bien continuar, como desde hacía tanto tiempo, dejándose llevar. Aunque bien mirado, fijar un rumbo no dejaba de ser una tarea a veces inútil; un golpe de mar, una ola en un día de tormenta, un fuerte viento en contra... ¡Eran tantas las cosas que hacían que la dirección decidida variase y hubiese que rehacer los cálculos, rectificar la dirección y enderezar de nuevo la nave hacía el destino deseado!

Y es que así es nuestra vida, ese mar que pretendemos dominar, gobernando nuestro barco con mayor o menor pericia, pero que en realidad es él quien nos sujeta, nos mueve a su albedrío, y solo en raras ocasiones nos permite avanzar hacia donde deseamos, cambiar nuestro rumbo y dirigirnos hacia el destino que hemos trazado, pero a la vez contemplamos la fragilidad en la que nos encontramos frente a él, pues en cualquier momento su decisión puede ser contraria a la nuestra, y por más que nos obcequemos, nos gobierna y mueve a su antojo.

Pero hay que aprovechar esas raras veces que nos permite decidir, esas extraordinarias ocasiones en las que podemos gobernar el timón, asirlo fuertemente y decidir cuantos grados a babor o a estribor deseamos virar, y sentirnos fuertes con nuestra resolución, aunque el lugar donde lleguemos no sea el paraíso que habíamos pensado y debamos de nuevo hacernos a la mar en su búsqueda, puesto que dejarnos llevar nos puede conducir a ese punto donde la calma nos absorbe, donde esa quietud ya no nos aporta ese soplo de aire fresco en nuestra cara y todo parece detenerse y donde la bruma cae lentamente hasta apoderarse de nuestro animo, y entonces nos es más difícil volver a retomar el gobierno de la nave, ajándonos en la desesperación, o simplemente en la desidia.

En ocasiones hay que poner en marcha ese motor auxiliar que todos los veleros llevan, y que a pesar de que pueda necesitar una puesta a punto pues el desuso lo tiene agarrotado, nos saque de esas aguas ya muertas, en donde el sol del día las calienta tanto que ni los peces se acercan a la superficie, ni la fría y oscura noche nos permite ya siquiera contemplar el espectáculo estelar, y dirigir la nave hacia otros horizontes donde encontrar ese viento que empuje nuestro barco y donde contemplar las auroras lucir en el cielo y la belleza de los delfines saltando a nuestro alrededor.

Salí a navegar, solo espero que las corrientes y los vientos me sean favorables, y que la comodidad de dejarme llevar no impida que mi mano sea firme en el timón cuando decida el rumbo...

 

 

 




ATASCO

ATASCO

Salto de la cama tras una desafortunada noche en la que no he logrado conciliar bien el sueño, me aguijonea la cabeza el zumbido de la radio que no deja de sonar y que además, hoy, lo ha hecho inusualmente tarde. ¡Maldición! Olvidé cambiar la hora del despertador y ahora esos 30 minutos me van a pasar factura todo el día. Me visto sin apenas comprobar si la camisa está suficientemente planchada o los zapatos limpios, una rápida lavada de cara y el café sin calentar son los únicos lujos que me puedo permitir hoy, mientras intento organizar mi cabeza y optimizar cada uno de mis movimientos para rentabilizar el poco tiempo de que dispongo. Me miro en el espejo y me doy los últimos toques con el peine sin apenas mirarme. La ducha puede esperar hasta la noche y para compensar los efluvios que emana mi cuerpo, los maquillaré con un poco de desodorante y colonia.

Todo un récord, 15 minutos y ya estoy saliendo por la puerta y entrando en el coche, mientras hago un cálculo mental del tiempo que puedo tardar en llegar al trabajo, si todo va bien apenas llegaré tarde, cosa que odio, ya que siempre he sido un amante fiel de la puntualidad, con la que he mantenido un idilio que dura desde que tengo uso de razón, y a la que solo le he sido infiel en contadas ocasiones, y siempre por cuestiones ajenas totalmente a mi voluntad. Pero hoy parece que va a ser una de esas veces en las que tendré que justificarme ante ella, pedirle de nuevo perdón por haberle fallado, ya que parece que todo el resto del mundo se ha puesto de acuerdo en salir con sus coches a la misma hora, y las retenciones frenan mis intentos de llegar al trabajo.

¡Dita sea!, justamente hoy que van a aparecer los capitostes por la oficina.

Aprovecho las paradas en mitad de la autovía para contemplar a los ocupantes de los coches a mi alrededor, caras de sueño, de ira, de impaciencia, expresiones de desespero por la tardanza...

Miro por el retrovisor a esa chica que se da sus últimos toques de maquillaje y me contagia haciendo que me mire en el espejo interior, para colocarme la corbata y acabar de darme los últimos toques con el peine. Agarrados al volante veo las personas que como yo se dirigen a su cotidianeidad, y hago cábalas sobre su vida, en función del coche que conducen y la manera en que lo hacen: ese lujoso vehículo atrapado en la retención con su conductor hablando enojosamente por el teléfono móvil, ¿lo hará con su secretaría para aplazar esa importante reunión a la que, sin duda, llegará tarde? O esa furgoneta de reparto, con el jovencísimo chofer que con cara desesperada contempla cómo la aglomeración de coches no avanza y hoy se le va a complicar el día, y qué decir de esa joven pareja que aprovechan las paradas para mirarse a los ojos y darse un tierno beso mientras son contemplados y envidiados por el resto de conductores solitarios... Cada cual en su burbuja, aislados del exterior por el chasis metálico, toda vida diferente a la vez toda vida tan igual, transitando ese camino que se repite en cada uno de nosotros, atravesando etapas desde que nacemos y que nos va acercando sin remedio a un punto de no retorno, y allí, en ese momento, nos encontramos unos cientos, quizás miles, atrapados en ese lugar de la carretera.

Me pregunto qué estarán pensando, en qué ocuparan su mente esos conductores aburridos por la espera, y me supongo a muchos simplemente repasando aspectos banales de su vida, buscando las palabras para excusarse con su jefe por la tardanza, maldiciendo la situación por perder esos preciados minutos que no disfrutarán con la compañía que les espera, o recordando los instantes previos y los brazos de los que se han desprendido para cumplir con sus obligaciones diarias.

Y entonces reclino mi cabeza aun espesa por ese despertar tan súbito y accidentado, y empiezo a darle vueltas sobre lo que significa mi presencia allí, o más concretamente qué significaría mi ausencia. Me recreo con la idea sobre si realmente mi existencia es realmente necesaria, no con ese sentimiento suicida de querer abandonarla, por supuesto, sino con esa sensación de que realmente el mundo seguiría girando, habría los mismos atascos, y todo absolutamente seria igual si yo no hubiese llegado a existir, toda esa gente seguiría teniendo sus mismas y propias historias, sus ilusiones y decepciones, alegrías y tristezas, amarían y odiarían lo mismo, pero sin mi.

Pero estoy vivo, pienso entonces.

A veces la vida me pesa, y otras me recompensa con presentes que no he pedido pero que me llenan de gozo. En ciertas ocasiones me golpea y me noquea sin que parezca que pueda volver a levantar cabeza, pero en el momento en que el árbitro parece que va a cantar el KO, me llega ese soplo de aire, ese aliento que me hace levantarme y enfrentarme de nuevo a ella sacando pecho y sin miedo, arrinconándola e imponiendo yo mismo las condiciones del combate, disfrutando de mi superioridad sin ensañarme, solo mostrando mi fuerza y escapando a sus golpes bajos.

Como la araña que ha tejido su red y espera en el centro a que los descuidados insectos tropiecen en ella, pienso en todo el tejido de relaciones que se ha forjado a mi alrededor, las personas y las cosas materiales que se han ido añadiendo al primer hilo original, y las que accidentalmente irán -como esos insectos que caen en la trampa- añadiéndose a mi vida, aportándole cada vez más significado, nutriéndola y modificando la estructura original de la red, ampliando su trama y enriqueciéndola, a veces rompiendo pequeños trozos que deberé reparar sin demora para que no se pierda su consistencia.

Y entonces aprovecho para conectar el equipo de audio, que no se bien por qué lo llevaba apagado, busco un compacto con música alegre, que me haga contonear la cabeza, agitarla y que huyan de mi los pensamientos, buenos o malos.

Los coches empiezan a moverse delante de mío y unos kilómetros más adelante tropiezo con la causa de este atasco. Los policías agitan los brazos instando a los conductores a que no se detengan, aunque es inevitable girar la cabeza para contemplar el fenomenal accidente, los dos coches están destrozados y quedan en el asfalto los restos quemados de caucho, y manchas que intuyo de aceite de motor ahora tapadas con serraduras. El accidente ha debido pasar hace unos 30 minutos.

Y agradezco haberme olvidado de modificar la hora de mi despertador...

AFRICA

Rescato y redescubro músicos que hace tiempo escuché y que no se bien por qué, estos días sus nombres de repente me han venido a la cabeza; y aprovechando la maravilla que supone estar en un país "desarrollado" y mi conexión de banda ancha de Internet, me permite descargarme temas y visionar videos suyos que ni siquiera sabía que existían, recojo para mi discografía particular autores africanos, como Salif Keitia, Toumane Diabate, Papa Wemba, Miriam Makeba, Ismael Lo...

De este último, dice su biografía que con 15 años se presentó en su Níger natal a un concurso con una guitarra hecha por él mismo con hilo de pescar y un trozo de madera, y una armónica, cosa que le valió el apelativo de "hombre orquesta", pero su voz... aunque yo no soy un gran entendido en música, si que reconozco cuando algo me emociona, y la música de éste autor y su voz así lo hace.

A veces, lo más sencillo es lo que más satisface, una simple caricia en la cara, el mero calor de unos labios que al juntarse con los tuyos llenan de sabor toda tu boca, un humilde abrazo que te traspasa esa energía que te falta, esa palabra dicha sin altisonancias que te reconforta...

Así, la sencillez de esa música penetra en mis oídos, me transporta a paisajes que por desgracia no he tenido ocasión de contemplar salvo en reportajes televisados, y me acerca a personas como nosotros (de hecho, ¿quienes somos nosotros y quienes ellos sino los mismos?) que viven y mueren, disfrutan y sufren, aman y odian...

Hace escasamente dos siglos, ¡únicamente 200 años! Las pateras surcaban los mares de una manera legal, en forma de grandes naves con sus bodegas repletas de esas almas que, esclavizadas, ayudaron a levantar la economía del todopoderoso país que ahora pretende darnos lecciones de libertad.

Y de su tristeza, del desconsuelo vivido por el abandono forzoso de su tierra, del sufrimiento de una vida sin valor por ser un mero objeto de cambio, de la miseria en la que se vieron obligados a sobrevivir, surgieron sus cantos espirituales que más tarde, con esa capacidad que tiene la música de no atarse a ningún sitio, de mezclarse, combinarse y formar los más fabulosos cócteles, acabaron convirtiéndose en múltiples estilos con los que todavía disfrutamos.

Y hoy la música, de nuevo, me transporta a ese continente al que tanto debemos, del que tantos recursos nos beneficiamos, y al que tan pocos destinamos. Después de tantos siglos recogiendo los frutos de sus tierras, manteniéndolos débiles y divididos para que así nos sea más fácil y barato hacerlo, vendiéndoles las armas con las que bañan de sangre su territorio, mientras de sus minas ellos mismos se encargan de extraer por un jornal miserable esos diamantes que lucirán las damas de la alta sociedad, o talando sus nobles maderas que adornarán el despacho de ese mismo ministerio que promulgará las leyes que, además, querrán evitar que escapen a la crueldad del hambre, las enfermedades y la guerra.

Pero ellos continuarán intentándolo, se embarcarán en esas pequeñas embarcaciones que ahora sustituyen a los galeones de esclavos, hacinados en ellas con la única ilusión de llegar a un mundo que les hemos vendido como la panacea, y del que aspiran formar parte simplemente para poder vivir con dignidad, o más bien con los recursos que les permitan hacerlo sin penurias -pues la dignidad no es un bien que pague con dinero- y que sus familias, allí donde las dejaron, puedan también subsistir, que no les falte el alimento ni las medicinas que les sanen, que no les falte la vida que merecen.

Pero, por favor, que eso no venga de la mano de la caridad, no es caridad lo que se necesita, es justicia, esa justicia que ya hace tiempo se viene reclamando de la mano de algo tan insignificante como una mísera parte del PIB de aquellos países que nos consideramos "ricos", de esta sociedad que permite que siga siendo rica a costa de su pobreza y que, cuando les ve llegar, cuando se cruza con ellos en sus calles, gira la cabeza para desentenderse de sus problemas, en un gesto como el del niño pequeño que cuando se tapa la cara cree haber desaparecido. ¡Bendita hipocresía!

Y hoy, su música, nuestra música, LA MUSICA, se convierte en algo más, es la rabia, la impotencia, el deseo, la emoción, la esperanza, es punto de encuentro y es reflexión, hoy su música me ha acercado a esa tierra, y por eso le estoy agradecido.

 



MICRORELATO 3

MICRORELATO 3

Primero fueron pequeñas exclamaciones que, sin darse cuenta, profería en determinadas ocasiones, como por ejemplo, cuando alguna cosa le llamaba la atención y soltaba un "¡vaya tela!", o ante una faena bien realizada se decía en voz alta: "si es que soy la leche".

Pero poco a poco sus frases se fueron haciendo más complejas, y empezó a introducir razonamientos, y a discutir con pasión sus propias afirmaciones.

Y así, un buen día cayó en la cuenta de que, en la intimidad del hogar, hablaba en voz alta para si mismo.

Ese día se percató de que su realidad tenía un nombre: Soledad.


LA PUERTA

LA PUERTA

Los goznes estaban trabados y los dientes de la cerradura, muy probablemente cubiertos de orín, no permitían el giro de la llave, de manera que todo parecía haberse conjurado para que aquella puerta permaneciese cerrada, encajada casi herméticamente en su marco. Solo ocasionalmente ligeros hilillos de luz, apenas perceptibles, se filtraban entre la puerta y el suelo y a través del agujero de la cerradura, apenas lo justo para que su tenue claridad iluminase la estancia confiriéndole un aspecto sombrío y desangelado, y aun así suficiente para poder moverse dentro de ella sin tropezar, aunque siempre con todos los movimientos previamente ensayados de antemano. Era la luz que, otrora, había dado a la sala lo mejor de sus días, acogiendo en su interior a los invitados más alegres, cuyo alborozo podía apreciarse e incluso disfrutarse desde el exterior de la sala.

En cambio, ahora, solo los ácaros y las pequeñas motas de polvo parecían danzar y ser felices dentro de esa fina línea luminosa que, de tanto en cuando, atravesaba toda la habitación partiendo desde la cerradura.

Los bulliciosos ruidos que antes atronaban en la sala, el torrente de carcajadas, que se deslizaba velozmente y que algunas veces, de tan intensos, asemejaban el rugir del agua al colisionar en las rocas bajo una cascada, habían también desaparecido. Y la gruesa puerta aislaba los sonidos que provenían del otro lado, convirtiéndolos en imperceptibles murmullos, ecos que sonaban, ahora, demasiado lejanos.

Solo ocurría de vez en cuando, y ya últimamente con menos frecuencia, que parecían distinguirse en el exterior con cierta claridad los sonidos de risas y alegres discusiones, semejantes a los que otras veces habían llenado la sala, y que se acercaban a la puerta, a la vez que la claridad que se filtraba aumentaba de intensidad. Pero más tarde volvían a alejarse, y todo retornaba de nuevo al silencio y la penumbra.

Hubo cierta ocasión, cuando hacía ya mucho tiempo desde la última vez que la puerta había permanecido abierta, que el sonido de risas, la agitación de alegres palabras y los gritos de júbilo, llegaron a traspasar la gruesa madera de la puerta, pareciendo hacerse incluso inteligibles desde dentro. El rayo de luz, entonces, se tornó tan intenso que, esta vez, las briznas de polvo que danzaban en su interior se agitaron en un baile frenético, queriendo abandonar la prisión que suponía permanecer en ese tubo brillante, y a pesar de la aun débil iluminación, el mobiliario de la sala volvió a quedar visible, se podía incluso pasear por ella con precaución, pero sin la necesidad de guiarse por los movimientos mecánicos a los que se estaba antes obligado.

Resonaron golpes en la puerta, intentos de apertura que, en vano, trataban de empujarla. La luz que entraba por la cerradura se apagó por un instante, aunque no totalmente, en un fútil intento de hacer girar una llave que, aunque quizás parecida, no eran sus dientes los que encajaban, y aunque así fuese, quien sabe si el óxido hubiese permitido que girase el pestillo. Y así, tras unos cuantos intentos nulos, todo regresó a la situación anterior, de nuevo el silencio, de nuevo la penumbra, de nuevo la espera…

Pero una puerta siempre puede ser abierta, a veces con la pericia del cerrajero o la destreza del ladrón, otras, con el paso del tiempo, la humedad, el calor, u otros elementos que pueden desgastarla y desencajarla de su marco; con la fuerza de quien, ya desesperado, le da un fuerte y rabioso empujón o encuentra la palanca con la que sacarla del quicio. Y puede ocurrir que alguien encuentre una llave y, emulando la gesta de Arturo al desprender Excálibur de su roca, tenga la magia que consiga que la cerradura gire sin problemas, y que esa misma magia haga de nuevo entrar todo lo que se arrastró al exterior en un arrebato de desengaño.

El tiempo no ceja en su empeño, avanza inexorable, y aunque la puerta sigue ahí, parece haberse deteriorado con su paso. Además, ahora los golpes parecen sucederse cada vez con más frecuencia, la claridad que tímidamente ilumina la habitación es cada vez más permanente e intensa, y los sonidos más nítidos, hasta las voces que se escuchan al otro lado parecen en estos momentos tener algún sentido, y aunque la puerta parece querer resistirse a ser abierta, quizás muy pronto permitirá otra vez el tránsito. Tal vez de nuevo entren a tropel los invitados, sus risas o sus llantos y su compañía, y regrese la claridad que me permita contemplar sus caras.

Y si todo ello ocurre, que la puerta pase a ser, mientras permanezca abierta, una simple parte del decorado, un mueble más. Esta vez, si así sucede, habrá que ponerle una falca cuando se abra, no sea que, como la otra vez, una desgraciada corriente de aire la cierre.



DESLIZANDOME

DESLIZANDOME

Me deposité en su frente con suavidad, y lentamente empecé a deslizarme, primero bajando hacia su ojo derecho, que al notarme se cerró con delicadeza, permitiéndome el camino hacia su mentón, el cual acaricié a mi paso, y dejándome llevar por la gravedad, mi siguiente etapa fue su cuello, cuya piel se erizó a mi paso y lo recorrí perezosamente, comprendiendo el placer que le causaba.

Siempre descendiendo, llegué a su pecho, que voluptuoso parecía querer detener mi avance, así que desvié mi camino entre sus dos senos, para continuar con mi paseo, ahora ya resbalando por su barriga, entreteniéndome en su ombligo, que de un respingo me obligó a continuar el tránsito, por lo que seguí bajando, y dejando a un lado su vello púbico, rocé su ingle para pasar a la parte interior de su muslo y así, avanzando, llegué a la parte interior de su rodilla.

Sin separarme en ningún momento de su piel mi trayecto siguió por su pantorrilla, desde donde miré hacia arriba, contemplando el recorrido efectuado, y las curvas que poco antes había acariciado, mientras había ido dejando un rastro a mi paso que había pasado a formar parte de estas, a la vez que durante mi descenso yo me había ido nutriendo de su piel.

Así llegué a su talón, para más tarde caer al piso de la ducha, donde me junté con otras muchas, rezagadas como yo, que nos habíamos entretenido repasando ese cuerpo que retozaba bajo el surtidor, arriesgándonos a desaparecer absorbidas por los poros cutáneos, o simplemente evaporadas. Después de habernos desprendido del chorro que nos mantenía unidas para más tarde descender por separado, habíamos visto como algunas compañeras, desmenuzadas por la caída, fueron en parte absorbidas por su dermis, dejando el excedente en su superficie, el cual nos iba proporcionando la fortaleza necesaria para continuar, mientras otras por seguridad o por la suerte de juntarse en los pliegues de la piel formando cálidos ríos, nunca abandonaron el grupo y se arrastraron en tropel directa y rápidamente hacia el suelo.

Me podía considerar afortunada, y aunque quizás se había producido accidentalmente, habiéndome separado del grupo había logrado conocer rincones de ese cuerpo que de otra manera apenas hubiese intuido, mi viaje me había enriquecido, durante el lento descenso me alimenté de las minúsculas partículas de su piel, y a la vez que dejaba en el mi impronta, en una simbiosis perfecta, ahora en mi interior esas impurezas fortalecían mi estructura, dándome matices hasta entonces desconocidos que me diferenciaban del resto.

Pero el remolino del sumidero me arrastró, y ahora ya diluida en la masa, soportando encima la espuma de un aromático jabón, solo me quedaba dejarme empujar, cañería abajo, a esperar mi destino, desembocando en algún río, o en el mar, tras mi paso por sórdidos túneles, hasta que un buen día, el caluroso sol descompusiese mi estructura en miles de ligeras partículas, tornándome gaseosa, y me levantase hacia lo alto para, al fin, dejarme caer de nuevo y emprender otra vez mi viaje...

Y qué le voy a hacer, solo soy una simple gota de agua.

MICRORELATO 2

Al final el hilo no resistió, y a pesar de todo el cuidado puesto en que no cayese, la espada se descolgó, atravesándome el cráneo y llegando a incrustarse en el corazón.





MICRORELATO

Quise engañar al destino, y sin girar la cara miré a mi espalda a través de un espejo… Pero ya no estaba.

RELOJ

RELOJ

 

"Nuestras horas son minutos

cuando esperamos saber,

y siglos cuando sabemos

lo que se puede aprender."

Antonio Machado

 

Desde que era un niño me fascinan los relojes de arena, recuerdo las visitas a casa de unos amigos de mis padres que poseían uno, no de aquellos pequeños enganchados a un baldosín a modo de souvenir "recuerdo de Almería". Este era uno enorme, o por lo menos así se me antojaba al sujetarlo entre mis entonces todavía pequeñas manos, mientras mi madre me advertía: "deja eso quieto, que lo vas a romper" y su amiga restaba importancia y consentía que lo manipulase, eso si, sin dejar de clavar su mirada de reojo. "Una hora", me decía. "Cuando caiga el último grano de arena habrá pasado una hora". Y con mis ojos como platos me quedaba allí, totalmente absorto contemplando como se iba formando una montaña en la parte inferior del reloj bajo el hilillo de arena que descendía desde lo que, para mi, se me antojaba un desierto en la parte superior, e imaginaba éste mientras era atravesado por una caravana de tuaregs, montados en sus camellos, y yo les gritaba: "¡Cuidado, hay un remolino que os absorberá!".

La merienda me esperaba en la mesa, y a pesar de la insistencia de mi madre en que me sentase bien e hiciese el favor de no moverme de la silla, no podía dejar de pensar en lo que estaría ocurriendo en mi particular Sahara, y en la gran duna que se estaba formando a sus expensas, así que intentaba levantarme a cada momento para comprobarlo, o preguntando, con aquella insistencia típica de los niños, cuanto tiempo había pasado.

Los momentos más interesantes eran cuando se acercaba el final, cuando el desierto no era más que una pequeña cucharadita de arena, mientras que la montaña se había hecho enorme. Entonces el tiempo parecía acelerarse, los granos de arena se colaban con mucha más rapidez por el pequeño agujero que separaba las dos partes del reloj. En esos instantes no podía dejar de observar aquello que tanto me hipnotizaba, clavaba los codos en el aparador donde estaba el reloj, e intentaba cronometrar el tiempo que faltaba, mirando como la arena caía en un continuo hilo y después rodaba montaña abajo, formando un cono perfecto.

Aun hoy es una imagen que me cautiva, ya no hay tuaregs atravesando desiertos, ni montañas formándose en su base, en realidad, me asaltan sentimientos contradictorios cuando veo pasar de un lado a otro su arena. No es nuevo decir lo que esa imagen ha simbolizado a lo largo del tiempo, el devenir de la vida, el paso constante por ella, de la plenitud en su parte superior, al vacío y la muerte cuando esta se agota. No, no son esos los sentimientos que me contrarían, siempre he creído justamente eso, que la vida es un constante tránsito hacia un punto concreto, algo inevitable.

El reloj siempre mantiene la misma cantidad de arena, y solo depende de la mano que lo hace voltearse que esta pase de un lado a otro. Es justamente eso lo que me desazona. Completamos etapas y dejamos un vacío para llenar nuevas, pero necesitamos la mano que gire el reloj para que éste vacío se vuelva a llenar con el poso de lo que ya antes vivimos.

Me preocupa ciertamente que falle esa mano que debe voltear el reloj para que se produzca de nuevo ese devenir de experiencias, para que se llene otra vez ese espacio ahora desocupado de lo que tanto antes llenaba, me intranquiliza pensar que, harta ya de ver el tránsito de la arena, esa mano deje de hacerlo, y deba esperar que la visita de un niño le de nuevamente vida al reloj, o que decida dejarlo tumbado, con la mitad de la arena en cada bulbo, con el convencimiento de que el tiempo así queda equilibrado, y con la decisión de que nada cambie pues ya está bien lo entregado y lo recibido, y así quede eternamente, sin ese necesario intercambio que llena la vida de sentido.

Necesito creer que siempre tendré esa mano, mi mano, a punto para darle la vuelta al reloj, y así abrir mis ojos como platos viendo como baja la arena, fascinándome de nuevo con ese mágico espectáculo.

 

Lloraré,

 y mis lágrimas fundirán la arena bajo mis pies

mis pasos se harán pesados sobre el lodo,

y caminaré entonces despacio,

borrado el camino, desorientado.

 

Esperaré con el tiempo un nuevo día,

confiaré que un cálido amanecer,

que un día soleado,

evapore esas lágrimas

y que el rastro de su fluir

haya abierto una nueva senda.

 

Y otra vez,

mis pasos firmes la seguirán,

y pasarán las estaciones,

sus lunas nuevas, cuartos, llenas...

en continuo tránsito,

hasta de nuevo extraviarme

perdiéndome en extraños vericuetos,

y entonces...

 

Lloraré,

y mis lágrimas fundirán la arena bajo mis pies

mis pasos se harán pesados sobre el lodo,

y caminaré entonces despacio,

borrado el camino, desorientado.

 








ESPERA

 Mantengo la sonrisa en mi cara mientras me dirijo a la enfermera y le entrego los papeles preceptivos para que proceda con la cura. Ella me mira, con rostro inexpresivo, seguramente hoy debe haber sido un día como tantos para ella, hastiada como debe estar de poner inyecciones, de hacer curas, y de todos los trabajos administrativos que conlleva, solo atina a decirme un escueto "hola", para acto seguido clavar sus ojos en el ordenador y comenzar a teclear mientras mira de reojo mi tarjeta sanitaria.

"Túmbate ahí", dice mientras se levanta y se dirige a la mesilla donde le veo colocándose sus guantes. Y allí que voy, a la camilla, recostado de medio lado y con los pantalones y calzoncillos bajados, mientras mi vista se pierde entre la papelera situada al lado de la camilla, la pared y la puerta, y pienso en la impresión que se llevaría cualquiera que abriese ésta y me encontrase en tal tesitura...

Y con movimientos que yo diría casi mecánicos, la enfermera empieza separándome las nalgas, noto el calor de sus manos a través del látex de los guantes, no es especialmente bonita, ni en esos momentos tengo el cuerpo para muchas alegrías, pero debo reconocer que un pequeño escalofrío recorre mi espalda cuando esto ocurre.

Digo un par de palabras simpáticas para aliviar un poco la tensión, la mía por supuesto, ya que la enfermera aún permanece impasible, y sigue con su trabajo, como buena profesional. Esta vez me responde con cierta amabilidad, me comenta lo bien que se está cerrando el corte por donde se drenó el molesto quiste. Y hasta noto un pequeño detalle de empatía, cuando dice entender lo molesto que debe ser. "Bien", pienso, "mejor así, si ella está relajada no será brusca, y el mal será menor, no como el desgraciado que el otro día me sacó hasta las lágrimas."

Recuerdo la sala de espera tendido en la camilla, y en ella las madres con sus hijos, algunos bebes y otros que ya corretean arriba y abajo despreocupados, adolescentes acompañados de sus novias, o de sus padres con cara compungida o dolorida, gente de mediana edad en cuyo rostro se refleja el dolor de alguna enfermedad que aunque quizás no grave si molesta, ancianos que se sientan estoicamente, con sus caras cansinas y resignadas, esperando y comentando con otros ancianos sus dolencias, compartiendo síntomas como si ello fuese una forma de aligerarlas.

Reflexiono sobre lo poco que somos en realidad, una masa de carne, huesos y vísceras sujetos a los avatares ambientales que nos irán degradando y conduciendo hacia un inevitable final. No lo contemplo como algo negativo, que nadie me malinterprete, pero en realidad somos simplemente eso, por mucho que nos resistamos y por muchas vueltas que le demos. La diferencia con cualquier objeto inanimado es nuestra capacidad de darnos cuenta de ello, de hacernos cábalas sobre el pasado, el presente y el futuro, es nuestra habilidad para lanzar hipótesis de cosas que no existen y que puede que no existan nunca, de experimentar sensaciones que, con toda seguridad, tienen una base biológica y que sin embargo aceptamos se trata de sentimientos únicos.

Veo como esa madre, a pesar del largo rato de espera, sonríe y besa al bebé que mantiene en brazos antes de entrar en la consulta, como esa pareja siguen allí  sentados, ella cara enfermiza, con su cabeza apoyada en los hombros de él, que la mira con ternura. Contemplo, en definitiva pequeñas escenas cargadas de esos sentimientos que nos hacen, precisamente ser lo que somos, y sin los cuales nuestro sentido en este mundo sería el mismo que el de la camilla donde tras la espera me he tendido ofreciendo mis nalgas a la enfermera para que proceda a la cura...

 



SLOW MARCHING BAND

SLOW MARCHING BAND

Walk on slowly

don't look behind you.

Don't say goodbye, love.

I won't remind you.

Walk on slowly

don't look behind you.

Don't say goodbye, love.

I won't remind you.

Jethro Tull (Slow marching band)

Esta canción siempre me ha producido una mezcla de emociones dispares, por una parte la música invade suavemente mis oídos, me incita a cerrar los ojos y trasladarme lejos, muy lejos del lugar donde la esté escuchando (mala cosa si en ese momento estoy conduciendo, claro). Por otra parte su estribillo me pide que lo cante, a grito pelado si hace falta, mientras en mi pecho se hace un nudo y la melancolía invade mi mente. "camina despacio, no mires atrás, no digas adiós, amor, no te recordaré..."

Toda una despedida, una tierna manera de decir adiós.

Sonaba esta canción en mi cabeza, cantaba su estribillo mientras recordaba taciturno el sueño de la noche anterior, cuando estirando mis brazos la luna llena quedaba a mi alcance, y mis manos se introducían suavemente en su blanca luz, rejuveneciéndolas, desaparecían los rastros de la edad en ellas, y el hormigueo de esa fuente de juventud se trasladaba al resto de mi cuerpo, que por momentos se transformaba en el de un joven despreocupado, y la alegría rebosaba en mi mente. No había más, en realidad solo la luz que desprendía y que en ese momento únicamente yo alcanzaba a recoger, me producía tal bienestar que el mundo desaparecía bajo mis pies, el nexo que me unía a la Tierra se había esfumado, y todo lo material dejaba de existir. Nos acompañaba el ritmo de esa canción, mientras empapado de la luz dejaba que mi cuerpo se contonease suavemente, y el tiempo, como en los cuadros dalinianos se iba deshaciendo allá abajo...

Pero desperté, con la cabeza dándome aun vueltas por el baile, sin apenas discernir si lo soñado era lo real o el sueño empezaba entonces, y salí al jardín. El día ya había levantado, pero allá arriba una circunferencia blanca me guiñaba sus ojos, y estiré mis brazos, mas no la alcanzaban.

Miré mis manos, y en el espejo mi cara, algunas de mis arrugas parecían haber desaparecido.

El sueño se repetía día tras día, y a la mañana siguiente ahí estaba ella, y con ella la maldita gravedad que evitaba hacerla accesible.

Llevo días que no duermo por no soñar, o que no me despierto por no dejar de hacerlo, no se... Quizás algún día el estribillo de esa canción me haga entrar completamente en un estado de permanente vigilia, pero entretanto ahí está, resplandeciente en mitad de la noche y mortecina en el día, pero siempre con esa luz que me atrapa e hipnotiza.

Cruzando el rio

Cruzando el rio

 

El amor es una bellísima flor, pero hay que tener el coraje de ir a recogerla al borde de un precipicio." ...

Stendhal

 

Charles Blondin, cruzó en 1859 las cataratas del Niágara, caminando 335 metros sobre una cuerda, el ensordecedor rugido del agua 50 metros más abajo, con sus fauces abiertas y amenazantes, dispuestas a engullir a todo aquel imprudente que bien accidentalmente o bien con la consciencia del suicida, osase caer en sus dominios.

Me interesó la idea de pensar como un espectador, fascinado por el montaje, sufriendo en mis carnes el riesgo ajeno, y sin embargo con la seguridad de quien lo  observa desde la distancia. Pero me sedujo más la fantasía de pensar qué pasa por la cabeza de personas como Blondin y por momentos quise imaginarme en su lugar, en el extremo de la cuerda floja, observando a lo lejos el final de ésta y concentrado en cada uno de los movimientos que debía hacer para concluir su gesta.

Doy mi primer paso, y a partir de ese momento no hay vuelta atrás, demasiado en juego y no debo dejarme vencer por las dudas aun a pesar de mi indecisión inicial, ya que he decidido afrontar este reto, mi reto, al margen de todo el público que se agolpa esperando que comience el espectáculo, algunos con la intención de vivir parte de mis emociones, otros con el deseo morboso de verme caer. Camino lentamente por el cable, que se mece mientras me desplazo por el, avanzando con el corazón acelerado noto la sensación como si unas manos oprimiesen mi pecho, exprimiéndolo y haciendo brotar lágrimas en su interior, una mezcla entre pánico que me impulsa a regresar, olvidarme de todo y renunciar a la gratificación de dar por fin el último paso, y la alegría de estar viendo como voy dejando atrás la cuerda, y me acerco a la otra orilla, con sobresaltos pero también con decisión, donde me espera el suelo firme, la felicidad de haber logrado cruzar ese abismo amenazador.

Intento imaginar al funambulita en la mitad del trayecto, donde la cuerda se balancea con más virulencia, donde ya no existe retorno pues el camino transitado iguala al que queda por recorrer, y regresar no solo supone afrontar la derrota, caer en la desazón y observar con impotencia como además de retroceder, permaneciendo en la ignorancia de no conocer el otro extremo, sino también el absurdo de hacer el mismo recorrido otra vez, de haber andado para desandar.

Así que con estos pensamientos prosigo y voy acercándome al final, y con pasos cada vez más firmes avanzo agarrado a la fiel barra que me ayuda a mantener el equilibrio sobre el cable, voy dejando atrás el ecuador de las turbulentas aguas, pero también voy dejando atrás la emoción del miedo pasado o la alegría de haber superado un traspiés sin haberme precipitado al vacío, la impaciencia por llegar a la otra vera del rio... en definitiva, me acerco a la tierra firme mientras a mi espalda se agolpan las emociones vividas en esta temeraria travesía, emociones que nunca más me abandonarán.

Tanto es así, que Blondin efectuó la proeza en otras ocasiones, poniendo un punto de temeridad cada vez más fuerte, ora con su representante al cuello, ora deteniéndose a mitad del recorrido para cocinarse una tortilla. Arriesgó, se jugó la vida en incontables ocasiones, y finalmente acabó sus días plácidamente en la cama.

Las pasiones, el amor, a veces se convierten en una cuerda floja donde dar el primer paso es la parte más difícil, pues la incertidumbre de salir indemnes de la aventura nos lleva a pensar en renunciar, y donde una vez iniciado el recorrido se goza, se sufre por haber gozado y echar en falta volver a hacerlo, y en ocasiones caemos y somos engullidos por la oscuridad hasta que conseguimos remontarnos de nuevo hasta el inicio del cable, y nos vuelve a atenazar el miedo a comenzar de nuevo. Pero como Blondin, una vez experimentada esa sensación de estar más vivo que nunca, pues amar es arriesgar, apostar por algo que nos puede lastimar, pero que también nos puede proporcionar los mayores placeres. Una vez experimentada, decía, no nos resignamos a no tender de nuevo el cable, y pasearnos otra vez por la cuerda floja, pues los sentimientos son vida, y vida nos dan...