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El caos controlado de mi mesa de trabajo

ATASCO

ATASCO Salto de la cama tras una desafortunada noche en la que no he logrado conciliar bien el sueño, me aguijonea la cabeza el zumbido de la radio que no deja de sonar y que además, hoy, lo ha hecho inusualmente tarde. ¡Maldición! Olvidé cambiar la hora del despertador y ahora esos 30 minutos me van a pasar factura todo el día. Me visto sin apenas comprobar si la camisa está suficientemente planchada o los zapatos limpios, una rápida lavada de cara y el café sin calentar son los únicos lujos que me puedo permitir hoy, mientras intento organizar mi cabeza y optimizar cada uno de mis movimientos para rentabilizar el poco tiempo de que dispongo. Me miro en el espejo y me doy los últimos toques con el peine sin apenas mirarme. La ducha puede esperar hasta la noche y para compensar los efluvios que emana mi cuerpo, los maquillaré con un poco de desodorante y colonia.

Todo un récord, 15 minutos y ya estoy saliendo por la puerta y entrando en el coche, mientras hago un cálculo mental del tiempo que puedo tardar en llegar al trabajo, si todo va bien apenas llegaré tarde, cosa que odio, ya que siempre he sido un amante fiel de la puntualidad, con la que he mantenido un idilio que dura desde que tengo uso de razón, y a la que solo le he sido infiel en contadas ocasiones, y siempre por cuestiones ajenas totalmente a mi voluntad. Pero hoy parece que va a ser una de esas veces en las que tendré que justificarme ante ella, pedirle de nuevo perdón por haberle fallado, ya que parece que todo el resto del mundo se ha puesto de acuerdo en salir con sus coches a la misma hora, y las retenciones frenan mis intentos de llegar al trabajo.

¡Dita sea!, justamente hoy que van a aparecer los capitostes por la oficina.

Aprovecho las paradas en mitad de la autovía para contemplar a los ocupantes de los coches a mi alrededor, caras de sueño, de ira, de impaciencia, expresiones de desespero por la tardanza...

Miro por el retrovisor a esa chica que se da sus últimos toques de maquillaje y me contagia haciendo que me mire en el espejo interior, para colocarme la corbata y acabar de darme los últimos toques con el peine. Agarrados al volante veo las personas que como yo se dirigen a su cotidianeidad, y hago cábalas sobre su vida, en función del coche que conducen y la manera en que lo hacen: ese lujoso vehículo atrapado en la retención con su conductor hablando enojosamente por el teléfono móvil, ¿lo hará con su secretaría para aplazar esa importante reunión a la que, sin duda, llegará tarde? O esa furgoneta de reparto, con el jovencísimo chofer que con cara desesperada contempla cómo la aglomeración de coches no avanza y hoy se le va a complicar el día, y qué decir de esa joven pareja que aprovechan las paradas para mirarse a los ojos y darse un tierno beso mientras son contemplados y envidiados por el resto de conductores solitarios... Cada cual en su burbuja, aislados del exterior por el chasis metálico, toda vida diferente a la vez toda vida tan igual, transitando ese camino que se repite en cada uno de nosotros, atravesando etapas desde que nacemos y que nos va acercando sin remedio a un punto de no retorno, y allí, en ese momento, nos encontramos unos cientos, quizás miles, atrapados en ese lugar de la carretera.

Me pregunto qué estarán pensando, en qué ocuparan su mente esos conductores aburridos por la espera, y me supongo a muchos simplemente repasando aspectos banales de su vida, buscando las palabras para excusarse con su jefe por la tardanza, maldiciendo la situación por perder esos preciados minutos que no disfrutarán con la compañía que les espera, o recordando los instantes previos y los brazos de los que se han desprendido para cumplir con sus obligaciones diarias.

Y entonces reclino mi cabeza aun espesa por ese despertar tan súbito y accidentado, y empiezo a darle vueltas sobre lo que significa mi presencia allí, o más concretamente qué significaría mi ausencia. Me recreo con la idea sobre si realmente mi existencia es realmente necesaria, no con ese sentimiento suicida de querer abandonarla, por supuesto, sino con esa sensación de que realmente el mundo seguiría girando, habría los mismos atascos, y todo absolutamente seria igual si yo no hubiese llegado a existir, toda esa gente seguiría teniendo sus mismas y propias historias, sus ilusiones y decepciones, alegrías y tristezas, amarían y odiarían lo mismo, pero sin mi.

Pero estoy vivo, pienso entonces.

A veces la vida me pesa, y otras me recompensa con presentes que no he pedido pero que me llenan de gozo. En ciertas ocasiones me golpea y me noquea sin que parezca que pueda volver a levantar cabeza, pero en el momento en que el árbitro parece que va a cantar el KO, me llega ese soplo de aire, ese aliento que me hace levantarme y enfrentarme de nuevo a ella sacando pecho y sin miedo, arrinconándola e imponiendo yo mismo las condiciones del combate, disfrutando de mi superioridad sin ensañarme, solo mostrando mi fuerza y escapando a sus golpes bajos.

Como la araña que ha tejido su red y espera en el centro a que los descuidados insectos tropiecen en ella, pienso en todo el tejido de relaciones que se ha forjado a mi alrededor, las personas y las cosas materiales que se han ido añadiendo al primer hilo original, y las que accidentalmente irán -como esos insectos que caen en la trampa- añadiéndose a mi vida, aportándole cada vez más significado, nutriéndola y modificando la estructura original de la red, ampliando su trama y enriqueciéndola, a veces rompiendo pequeños trozos que deberé reparar sin demora para que no se pierda su consistencia.

Y entonces aprovecho para conectar el equipo de audio, que no se bien por qué lo llevaba apagado, busco un compacto con música alegre, que me haga contonear la cabeza, agitarla y que huyan de mi los pensamientos, buenos o malos.

Los coches empiezan a moverse delante de mío y unos kilómetros más adelante tropiezo con la causa de este atasco. Los policías agitan los brazos instando a los conductores a que no se detengan, aunque es inevitable girar la cabeza para contemplar el fenomenal accidente, los dos coches están destrozados y quedan en el asfalto los restos quemados de caucho, y manchas que intuyo de aceite de motor ahora tapadas con serraduras. El accidente ha debido pasar hace unos 30 minutos.

Y agradezco haberme olvidado de modificar la hora de mi despertador...

6 comentarios

maria -

centito me gusto pero no soporto que cuando mas interesting esta se acaba

Suleiman -

Si es que, a veces, son tan extremadamente pequeñas las cosas que nos pueden cambiar la vida, para bien o para mal...
Yolijolie, simplemente gracias, no soy grande, pero comentarios como este me hacen sentir mejor de lo que en realidad soy.
Destino, suerte, casualidad... gracias también por considerar que realmente merece la pena perder el tiempo leyendo mis divagaciones.
A todos, un beso enorme!

Destino, suerte, casualidad,... -

Me alegro de poder seguir leyéndote y de que te durmieses, por dos razones: por si acaso y porqué sirvió para otro escrito.

Besos

yolijolie -

Sin tu existencia el atasco seguramente sería el mismo, el ánimo por la mañana prácticamente igual, los pensamientos ajenos por un estilo, y el giro de la tierra se daría sin más, pero todos, hastiados o no por su rutina, en algún momento pelearían por comprender una inexplicable sensación: el no haberte conocido.
Eres grande, es lo que tiene…
Un abrazo

Suleiman -

Me apunto al whisky de malta envejecido en roble, servido en copa de balón, sin ningún aditivo, ni siquiera hielo.
Sorbiendo apacíblemente el licor y meditando sobre lo que somos y lo que hace que seamos.
A tu salud, amigo!

Carvalho -

Uau¡
Amigo:sirvete un trago, a ser posible un malta de cierta edad (un wisky de menos de doce años es casi un acto de pedofília), sientate, relajate y bébelo. A mi salud y a la de los que leamos esto.
De no estar aquí, todo segiría igual, sí, pero sin nosotros, con lo cual no existiría por no poderlo percibir. Somos, cada cual, la medida de nuestro mundo.
Intuías manchas de aceite en la calzada, pero piensa si las hubieras visto de sangre. Es curioso como la sangre ajena nos causa dolor. Compartimos al verla el sufrimiento de quien la perdió. De no estar nosotros ¿se hubiera derramado igual?¿compartiría alguien el dolor del herido? Uf, no pararía. De nuevo, chapeau.