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El caos controlado de mi mesa de trabajo

RELOJ

RELOJ  

"Nuestras horas son minutos

cuando esperamos saber,

y siglos cuando sabemos

lo que se puede aprender."

Antonio Machado

 

Desde que era un niño me fascinan los relojes de arena, recuerdo las visitas a casa de unos amigos de mis padres que poseían uno, no de aquellos pequeños enganchados a un baldosín a modo de souvenir "recuerdo de Almería". Este era uno enorme, o por lo menos así se me antojaba al sujetarlo entre mis entonces todavía pequeñas manos, mientras mi madre me advertía: "deja eso quieto, que lo vas a romper" y su amiga restaba importancia y consentía que lo manipulase, eso si, sin dejar de clavar su mirada de reojo. "Una hora", me decía. "Cuando caiga el último grano de arena habrá pasado una hora". Y con mis ojos como platos me quedaba allí, totalmente absorto contemplando como se iba formando una montaña en la parte inferior del reloj bajo el hilillo de arena que descendía desde lo que, para mi, se me antojaba un desierto en la parte superior, e imaginaba éste mientras era atravesado por una caravana de tuaregs, montados en sus camellos, y yo les gritaba: "¡Cuidado, hay un remolino que os absorberá!".

La merienda me esperaba en la mesa, y a pesar de la insistencia de mi madre en que me sentase bien e hiciese el favor de no moverme de la silla, no podía dejar de pensar en lo que estaría ocurriendo en mi particular Sahara, y en la gran duna que se estaba formando a sus expensas, así que intentaba levantarme a cada momento para comprobarlo, o preguntando, con aquella insistencia típica de los niños, cuanto tiempo había pasado.

Los momentos más interesantes eran cuando se acercaba el final, cuando el desierto no era más que una pequeña cucharadita de arena, mientras que la montaña se había hecho enorme. Entonces el tiempo parecía acelerarse, los granos de arena se colaban con mucha más rapidez por el pequeño agujero que separaba las dos partes del reloj. En esos instantes no podía dejar de observar aquello que tanto me hipnotizaba, clavaba los codos en el aparador donde estaba el reloj, e intentaba cronometrar el tiempo que faltaba, mirando como la arena caía en un continuo hilo y después rodaba montaña abajo, formando un cono perfecto.

Aun hoy es una imagen que me cautiva, ya no hay tuaregs atravesando desiertos, ni montañas formándose en su base, en realidad, me asaltan sentimientos contradictorios cuando veo pasar de un lado a otro su arena. No es nuevo decir lo que esa imagen ha simbolizado a lo largo del tiempo, el devenir de la vida, el paso constante por ella, de la plenitud en su parte superior, al vacío y la muerte cuando esta se agota. No, no son esos los sentimientos que me contrarían, siempre he creído justamente eso, que la vida es un constante tránsito hacia un punto concreto, algo inevitable.

El reloj siempre mantiene la misma cantidad de arena, y solo depende de la mano que lo hace voltearse que esta pase de un lado a otro. Es justamente eso lo que me desazona. Completamos etapas y dejamos un vacío para llenar nuevas, pero necesitamos la mano que gire el reloj para que éste vacío se vuelva a llenar con el poso de lo que ya antes vivimos.

Me preocupa ciertamente que falle esa mano que debe voltear el reloj para que se produzca de nuevo ese devenir de experiencias, para que se llene otra vez ese espacio ahora desocupado de lo que tanto antes llenaba, me intranquiliza pensar que, harta ya de ver el tránsito de la arena, esa mano deje de hacerlo, y deba esperar que la visita de un niño le de nuevamente vida al reloj, o que decida dejarlo tumbado, con la mitad de la arena en cada bulbo, con el convencimiento de que el tiempo así queda equilibrado, y con la decisión de que nada cambie pues ya está bien lo entregado y lo recibido, y así quede eternamente, sin ese necesario intercambio que llena la vida de sentido.

Necesito creer que siempre tendré esa mano, mi mano, a punto para darle la vuelta al reloj, y así abrir mis ojos como platos viendo como baja la arena, fascinándome de nuevo con ese mágico espectáculo.

 

Lloraré,

 y mis lágrimas fundirán la arena bajo mis pies

mis pasos se harán pesados sobre el lodo,

y caminaré entonces despacio,

borrado el camino, desorientado.

 

Esperaré con el tiempo un nuevo día,

confiaré que un cálido amanecer,

que un día soleado,

evapore esas lágrimas

y que el rastro de su fluir

haya abierto una nueva senda.

 

Y otra vez,

mis pasos firmes la seguirán,

y pasarán las estaciones,

sus lunas nuevas, cuartos, llenas...

en continuo tránsito,

hasta de nuevo extraviarme

perdiéndome en extraños vericuetos,

y entonces...

 

Lloraré,

y mis lágrimas fundirán la arena bajo mis pies

mis pasos se harán pesados sobre el lodo,

y caminaré entonces despacio,

borrado el camino, desorientado.

 








3 comentarios

Suleiman -

Muchísimas gracias, pudorosa! tanto por leerlo como por hacer tu comentario. Y si encima te ha gustado, qué más puedo pedir? Besicos!

Anónimo -

Se me olvidaba, seguro que no te quedas sin mano. Visto lo visto. Besos.

Anónimo -

Felicidades. Me has sorprendido y no sólo tu, si perdonas la arrogancia.
Te explicas muy bien. Lo que he leido hoy es mucho mejor que los relatos que me enseñastes hace algun tiempo. Me ha emocionado reconocerte en algunas cosas.
Es un placer conocerte. Mañana no habra quien me levante. Besitos. Soy pudorosa y no me gusta poner mi nombre. A ver si sabes quien soy.